La hora del té

Parsimoniosamente,-así le gustaba realizar su ritual de todas las tardes-, tomó la tetera para prepararse un delicioso té. La llenó con agua caliente para templar su interior. Seguidamente la vació e introdujo después la hierba que previamente había sacado de la exquisita caja de madera de caoba donde la guardaba celosamente, y mientras se calentaba el agua otra vez para escaldar aquella, se acercó a la ventana.
Todavía brillaba el sol. Era verano. Podía ver la quietud de las hojas de los árboles, escuchar a lo lejos el griterío de los niños en el parque cercano, el ruido urbano de los coches que a aquella hora ya era bastante intenso -se conoce que la gente empieza a salir para sentarse en cualquier terraza, pensó-.
Oyó el borboteo del agua ya hirviendo.
Había colocado en la bandeja, con sumo cuidado, la taza inglesa regalo de su nieto preferido, Fernando. Le encantaba por sus dibujos de flores apenas insinuadas, realmente tenía un aire inglés encantador. Eso pensaba ella todos los días a las cinco de la tarde, la hora del té, como si fuese en verdad una auténtica anciana londinense.
Volvió a la ventana, le había parecido que la vecina de enfrente, desde la suya, gesticulaba. Qué querría estar diciéndole aquella mujer, siempre importunándola con bobadas sin cuento.
Volvió a la bandeja. Se me ha olvidado poner la cuchara.- se dijo-. Pobrecilla, qué mal pensada soy... ¿Y si me necesita para algo importante y no una tontería de las de siempre?... voy a ver...
Menos mal que se ha ido... esto... ah sí la cuchara... Vaya por Dios, ahí está otra vez gesticulando. Parece una chiflada, la verdad.
Se volvió para escanciar el agua ya hervida en la preciada taza y entonces se quedó paralizada. Frente a ella, en su propia cocina, en su propia casa, estaba el hombre del rostro emboscado tras un ridículo antifaz, el que había visto en la televisión donde los ciudadanos eran advertidos de su peligrosidad. Había asesinado a varias ancianas en lo que iba de mes.
El hombre, en silencio, se acercó a ella lentamente, cuchillo en mano.
Qué interesante, pensó ella. Su vida, a través de su al parecer inminente muerte provocada por aquel extraño, se tornaba a sus ojos en ese instante en un compartir sumamente anhelado. ¡Estaba siempre tan sola¡ Alguien tomaba su vida en sus manos, para sí, sin el menor permiso, haciéndola suya. Se sintió realmente deseada, realmente feliz.
Recibió la primera cuchillada. Instantes después tuvo tiempo de preguntar a su asesino. ¿Una taza de té, caballero?

La botella y el Mar





De niña, como casi todas las niñas, era ingenua y fantasiosa. Cuando no tenía a nadie con quien jugar y me aburría, inventé el juego de los personajes. Se trataba de crear unos seres que harían las veces de mis fallidos compañeros de juego. Y los hice de muchas clases. Unos eran muy hábiles en atravesar conmigo toda clase de dificultades, dificultades que por supuesto siempre vencíamos. Otros lo eran en hallar tesoros, naturalmente, con lo que nos hacíamos con maravillas sin cuento.
Uno de estos compañeros inventados por mí me llevó un día a la playa. Era verano. Mis padres habían adelantado la fecha de las vacaciones y allí me encontraba yo ante las olas que iban y venían, impertérritas, sin saludarme siquiera.
El amigo que creé en ese momento, Ricardo, era algo mayor que yo, un chico de pelo negro y rizado que me había invitado a llevar una botella en cuyo interior habría introducido previamente un mensaje. Se trataba de que el Mar se la llevase muy muy lejos y de que alguien, tal vez algún náufrago, leyese lo que yo había escrito en el papel que decía así: Si lees este mensaje es que estás vivo todavía. No pierdas la esperanza. Te espero.
Hoy, otra vez frente a las olas en un desapacible día otoñal, he encontrado en la orilla una botella con un papel en su interior. ¡Un mensaje¡ me he dicho sonriendo al recordar aquella mañana de mi infancia.
El papel, escrito con una letra realmente bella, dice así:
Estoy en el fondo del Mar. Todavía te espero. Ven. Ricardo.