La botella y el Mar





De niña, como casi todas las niñas, era ingenua y fantasiosa. Cuando no tenía a nadie con quien jugar y me aburría, inventé el juego de los personajes. Se trataba de crear unos seres que harían las veces de mis fallidos compañeros de juego. Y los hice de muchas clases. Unos eran muy hábiles en atravesar conmigo toda clase de dificultades, dificultades que por supuesto siempre vencíamos. Otros lo eran en hallar tesoros, naturalmente, con lo que nos hacíamos con maravillas sin cuento.
Uno de estos compañeros inventados por mí me llevó un día a la playa. Era verano. Mis padres habían adelantado la fecha de las vacaciones y allí me encontraba yo ante las olas que iban y venían, impertérritas, sin saludarme siquiera.
El amigo que creé en ese momento, Ricardo, era algo mayor que yo, un chico de pelo negro y rizado que me había invitado a llevar una botella en cuyo interior habría introducido previamente un mensaje. Se trataba de que el Mar se la llevase muy muy lejos y de que alguien, tal vez algún náufrago, leyese lo que yo había escrito en el papel que decía así: Si lees este mensaje es que estás vivo todavía. No pierdas la esperanza. Te espero.
Hoy, otra vez frente a las olas en un desapacible día otoñal, he encontrado en la orilla una botella con un papel en su interior. ¡Un mensaje¡ me he dicho sonriendo al recordar aquella mañana de mi infancia.
El papel, escrito con una letra realmente bella, dice así:
Estoy en el fondo del Mar. Todavía te espero. Ven. Ricardo.